La
teoría motivacional del logro de metas
Una de las aproximaciones cognitivas actuales tiene
que ver con la evolución que se ha producido en el análisis de la motivación de
logro. Así, desde las clásicas formulaciones basadas en la reducción del
impulso, hasta la moderna consideración de las metas como motivos en sí mismos,
se puede apreciar cómo el motivo de logro, tan frecuente en nuestra sociedad,
puede ser mejor entendido desde una perspectiva totalmente funcional y
adaptativa. No obstante, las dos aproximaciones coexisten en nuestros días,
pudiendo establecer que la más reciente, esto es, la que considera las metas
como motivos, representa una evolución natural de la perspectiva basada en el
logro desde la reducción del impulso.
Desde
la primera de las aproximaciones, la clásica, se defiende que la motivación es
un impulso, esto es, un estado interno, una necesidad o condición que empuja al
individuo hacia la acción. Desde esta perspectiva, se considera que las
necesidades se encuentran localizadas en el interior del individuo[6].
Los representantes por excelencia de este tipo de propuestas fueron, como ya
hemos revisado, Atkinson (1957/1983, 1964) y McClelland (1961), estableciendo
que la conducta orientada al logro es el resultado de un conflicto entre el
motivo de éxito y el miedo al fracaso. Desde esta aproximación clásica de la
consideración de la motivación como un impulso, en la que cobra una relevancia
especial la significación de los incentivos, se propone que los individuos
encuentran su nivel motivacional óptimo sabiendo que el número de recompensas
es menor que el número de participantes para conseguir tales recompensas, con
lo cual se estimula la creciente competitividad entre los individuos. Además,
Covington (2000) encuentra que esta forma de entender la motivación de logro
suele tener repercusiones negativas en los procesos de aprendizaje, pues
orienta las conductas de muchos individuos hacia la evitación del fracaso, y no
hacia la consecución del éxito.
Desde la segunda de las aproximaciones, se propone
la perspectiva de los objetivos o metas como motivos que activan al individuo
hacia la acción (Elliott y Dweck, 1988). Desde esta nueva orientación, se asume
que cualquier conducta posee una significación, una dirección y una
propositividad derivadas de las metas u objetivos que persigue el individuo. Es
decir, cualquier significado de una conducta viene definido por la meta que se
intenta conseguir, de tal suerte que la intensidad y la cualidad de esa
conducta variará según lo haga la relevancia que posee la meta para el
individuo. También desde el punto de vista de la significación de los
incentivos, en la consideración de las metas como motivos se propone que el
nivel motivacional óptimo de los individuos se consigue cuando existen
suficientes recompensas para todos ellos, recompensas que pueden ser de todo
tipo, extrínsecas e intrínsecas, existiendo, además, diversas formas o
posibilidades de obtener dichas recompensas. Como puede apreciarse, se trata de
una alternativa al sistema competitivo comentado en la consideración de la
motivación como impulso.
Pues bien, la consideración de los objetivos o
metas como motivos en sí mismos ha dado lugar a la Teoría motivacional del
logro de metas (Dweck, 1986; Zimmerman, Greenspan y Weinstein, 1994; Urdan,
1997; Covington, 2000; Self-Brown y Mathews, 2003). Según esta nueva conceptualización
del motivo de logro, de forma genérica se establece que existen dos tipos de metas que persiguen los individuos: las que se
relacionan con el aprendizaje y las que se relacionan con la actuación. Las metas relacionadas con el aprendizaje se refieren al
incremento de la competencia y del conocimiento de un individuo, mientras que
las metas relacionadas con la actuación tienen que ver con la infravaloración
de la conducta de los demás para incrementar la valía de la propia conducta o
actuación.
Parece constatado que las metas relacionadas con el aprendizaje favorecen el procesamiento
de la información en un nivel profundo y estratégico, hecho que, en última
instancia, promueve un incremento en el logro de dichos individuos. Mientras que las metas relacionadas con la actuación reducen la
calidad y la profundidad del procesamiento de la información, pudiéndose
apreciar que, en términos generales, el logro de este tipo de personas es mucho
menor.
Se ha podido comprobar que los individuos que se guían por las metas relacionadas con el
aprendizaje se muestran más conscientemente informados acerca de lo que están
aprendiendo, así como del valor funcional de dichos
aprendizajes. Como consecuencia de ese auto-control sobre lo que están
realizando, dichos individuos se caracterizan por utilizar procesos de
atribución bastante ajustados respecto a los logros y los eventuales fracasos
en los mismos. Como indican Pintrich y Schunck (1996), el hecho de fracasar en
la consecución de un determinado objetivo no significa necesariamente
incompetencia. El conocimiento realista de la meta que se busca, de los
recursos de los que se dispone, y de la actitud mostrada en el intento de
consecución, esto es, la persistencia y el esfuerzo, permiten a estos
individuos realizar atribuciones positivas y adaptativas. Por regla general,
este tipo de individuos considera que el esfuerzo es una de las más importantes
claves del éxito y del eventual fracaso. De hecho, el esfuerzo y la
persistencia son características típicas en estos individuos.
No obstante, recientemente Barron y Harackiewicz (2001) han puesto a
prueba la bondad de cada una de las perspectivas, sugiriendo que no existe
incompatibilidad entre ambas formas de motivación dirigida a metas. Tanto las
metas relacionadas con el aprendizaje, como las metas relacionadas con la
actuación, favorecen el cómputo global de consecución de un individuo.
Probablemente, dicen los autores, la perspectiva más interesante y fructífera
sea aquella en la que predominan las metas relacionadas
con el aprendizaje, sin que ello sea óbice para que un individuo, si así
lo estima, pueda llevar a cabo también actividades características de las metas
relacionadas con la actuación.
Otro aspecto de interés en los individuos guiados por las metas relacionadas
con el aprendizaje se refiere a la gran cantidad de conductas prosociales en
las que se implican. Con diferencia notoria respecto
a los individuos guiados por las metas relacionadas con la actuación, se
constata que aquellas personas centradas en las metas relacionadas con el
aprendizaje tienen más amigos entre sus compañeros y superiores, son más
respetados y queridos, y, en general, más conocidos en el ámbito en el que
llevan a cabo su actividad. De forma particular, como señalan Wentzel y Wigfield
(1998), en el ámbito académico se ha podido observar una importante correlación
positiva entre la obtención de los mayores logros académicos y la participación
en organizaciones estudiantiles, representación de estudiantes, etc. Son dos
características notables de los individuos guiados por la obtención de metas
relacionadas con el aprendizaje.
Uno de los objetivos importantes que se persigue
desde la formulación teórica de las metas como motivos consiste en establecer diferencias entre los incentivos y las metas. Veamos. Un individuo tiene
que decidir acerca del modo en que invertirá su tiempo y su esfuerzo para
obtener algún resultado o incentivo. Entre los resultados o incentivos que
pueden ser elegidos para aproximarse o para alejarse, el que definitivamente
resulta elegido se corresponde con la meta de ese individuo. Cada uno de los
posibles objetivos que puede elegir un individuo representan incentivos como
tales, pero sólo el objetivo que resulte elegido se
convertirá en la meta que persigue ese individuo.
En este orden de cosas, Deckers (2001) propone la existencia de otras diferencias entre
incentivos y metas, entre ellas la que enfatiza que la meta es mucho más
importante que los objetivos o incentivos. Creemos
que esta afirmación tiene que ser matizada. En primer lugar, proponer que la
meta es más importante que los objetivos parece razonable y lógica si pensamos
que el individuo ya ha elegido de entre los posibles objetivos cuál de ellos se
convierte en una meta. Por lo tanto, los restantes objetivos ya no son
relevantes en ese momento -o han pasado a tener una relevancia
considerablemente menor. Sin embargo, en segundo lugar, hay que reseñar que,
antes de elegir la meta, todos y cada uno de los objetivos posibles son
analizados como eventuales y futuras metas. Por lo tanto, en ese momento, todos
los objetivos tienen una cierta relevancia. A medida que avance el análisis y
la evaluación de las características gratificantes de todos y cada uno de los
objetivos, así como de la dificultad que entraña la consecución de cada uno de
ellos, junto con la constatación de los recursos y habilidades propias
disponibles para emprender la tarea de conseguir uno de ellos, se irá
perfilando la distinta probabilidad que tiene cada uno de los objetivos
posibles de convertirse en meta. Al final, uno de ellos será el elegido,
convirtiéndose en la meta que intentará conseguir ese individuo. En tercer
lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de comentar, los incentivos y las
metas comparten una característica de interés: en ambos casos, el individuo
anticipa el resultado de una eventual acción. De hecho, antes de que un
objetivo se convierta en meta, el individuo anticipa cuál será el resultado o
las consecuencias de la conducta a realizar. Precisamente, la característica de
la anticipación del resultado es también uno de los factores importantes en la
elección de la meta a partir de los objetivos disponibles, pues se encuentra
íntimamente asociada a las connotaciones gratificantes que poseen los distintos
objetivos para el individuo que se enfrenta a la tarea de consecución.
Hace unos años, Austin y Vancouver (1996)
enfatizaban que el término meta posee muchos significados. Así, el contenido de las metas se refiere a los resultados que
se obtienen con la consecución de esa meta; tales resultados pueden ser
internos -adquirir conocimientos, habilidades, recursos, etc.- o externos
-conseguir aprobación social, bienes, estatus, etc. También cabe hablar de la estructura
de las metas, o sistema de prioridad de las metas, el cual hace referencia a la interacción que se produce entre las
distintas metas posibles que un individuo puede proponer; es decir, como
consecuencia de las distintas influencias sociales y culturales características
del ambiente en el que se desarrolla un individuo, éste posee un sistema
jerárquico que le lleva a proponer un determinado tipo de metas, las que
son importantes para él, y a ignorar otras metas potenciales, aquellas que son
irrelevantes en su sistema de prioridades. También se puede establecer la
existencia de planificación e intencionalidad en las metas, pues,
en la medida en que cada meta suele ser elegida por un individuo, éste organiza
cómo y con cuánto esfuerzo tratará de conseguirla. En
este marco de referencia, hay algunos aspectos relevantes en la
comprensión de los motivos a partir de esta teoría. Entre ellos encontramos la
selección de metas y la finalidad de las mismas.
La selección de las metas
En cuanto a los factores que influyen para que uno
de los posibles objetivos resulte elegido y se convierta en meta, se encuentran
los siguientes: el valor de incentivo de la meta
elegida, que no sólo tiene connotaciones de gratificación, también es
relevante la utilidad y funcionalidad que posee la meta elegida para el
individuo; en igualdad de condiciones, la mayor probabilidad subjetiva de
éxito, aunque este factor se encuentra matizado por el valor de incentivo
que posee la meta; el tiempo y el esfuerzo que hay que invertir, factor que también se encuentra matizado por el valor de
incentivo y por la probabilidad de éxito. En última instancia, el valor de
incentivo, la probabilidad de éxito y el esfuerzo son tres importantes factores
que interactúan y permiten explicar por qué un individuo selecciona y elige uno
de los posibles objetivos disponibles, esto es: por qué un incentivo se
convierte en meta. Desde ese momento, el individuo persistirá en la consecución
de la meta, pudiendo ocurrir: (1) que consiga dicha meta, (2) que la meta sea
desplazada por una nueva meta más atractiva[7],
(3) que la meta sea simplemente abandonada.
La finalidad
de las metas
En relación a la finalidad de las metas, debe tenerse en cuenta que no
existe una única finalidad, sino todo lo contrario. Así, una finalidad relevante de las metas consiste en la potencial
capacidad de las mismas para proporcionar afecto positivo, las
cuales presentan una mayor capacidad para atraer la
atención del individuo y para desencadenar la conducta motivada en cuestión que
lleve a esa persona a la obtención de la meta.
Por el contrario, aquellas metas que proporcionen la posibilidad de obtener un
afecto negativo, o aquellas otras que supongan un riesgo de perder el eventual
afecto positivo presente en ese momento, serán evitadas, y no desencadenarán
una conducta motivada para intentar su consecución, sino, más bien, lo
contrario: una conducta motivada para alejarse de ellas[8].
Otra finalidad de interés para entender la elección
de una meta por parte de un individuo consiste en la posibilidad que ofrecen
dichas metas para evaluar la
auto-eficacia. En este caso concreto,
la meta en sí misma pierde su potencial capacidad para reportar connotaciones
positivas al individuo. La meta se ha convertido en una variable instrumental
que permite a ese individuo probarse a
sí mismo y a los demás su propia valía. Creemos que, en este caso, la meta en sí es
contrastar la capacidad del individuo, mientras que el objetivo o incentivo que
se eligió no es más que un instrumento en el proceso de comprobar si se cumple
la meta de la auto-eficacia.
Otra finalidad relacionada con la elección de una
meta se refiere a la capacidad de un determinado objetivo o incentivo para satisfacer necesidades fisiológicas. Así, existen ciertas sustancias que son
consideradas como metas por su capacidad para satisfacer necesidades básicas
del individuo. Ahora bien, tales substancias adquieren su potencial capacidad
como metas dependiendo del estado fisiológico de necesidad o motivacional de un
individuo. Muy al estilo de lo que propusiera Tolman (1932) al hablar de la
conducta propositiva, una determinada sustancia adquiere connotaciones de meta
que motiva una conducta si en ese momento el organismo necesita conseguir esa
meta. En otras ocasiones, en las que no existe ese estado fisiológico de
necesidad o motivacional en el organismo, es muy poco probable que esa misma
sustancia sea considerada como meta que motiva una conducta en ese individuo.
Es decir, el valor subjetivo -o valencia- de un estímulo depende del estado
momentáneo del organismo, de tal suerte que aquellos estímulos que son
congruentes con la eventual deficiencia fisiológica de ese organismo son los
que adquieren una mayor valencia positiva; se convierten en metas que motivan
al individuo en pos de su consecución, y activan la conducta motivada apropiada
para conseguirlo.
En
un sentido parecido, existen también objetivos o incentivos que se convierten
en metas por su capacidad para satisfacer
necesidades psicológicas. Una necesidad
psicológica también influye en la valencia del incentivo que tiene capacidad
para satisfacer dicha necesidad, haciendo que dicho objetivo o incentivo se
convierta en meta. El sistema de valores de una persona es uno de los factores
que influye en el momento en que esa persona decide cuál de los diversos
objetivos o incentivos se convierte en una meta. Como señalábamos anteriormente
en el apartado correspondiente a las teorías basadas en la competencia y el
control, las distintas necesidades psicológicas propuestas se aglutinan en
torno a tres grandes núcleos: la seguridad, la interacción social y el
crecimiento personal (Emmons, 1989). En función de las características
personales de cada individuo, será más probable que se experimente una de esas
formas de necesidad, con lo cual también será más probable que los objetivos o
incentivos asociados a ese tipo de necesidad se conviertan en metas capaces de
activar la conducta motivada en cuestión.
Cabe
también hablar de otro tipo de finalidad relacionada con la elección de una
meta, en este caso desde la perspectiva de la consideración de dicha meta como un paso intermedio necesario para obtener la meta auténtica que persigue un individuo. Hay múltiples situaciones en las
que se persigue una meta particular, la cual, aunque más o menos apreciada por
el individuo, es considerada por éste como algo imprescindible en su lucha por
la consecución de su auténtica meta. El ámbito universitario es uno de
los campos en los que con bastante facilidad se aprecia cómo son muchas las
sucesivas metas por las que se siente interesado un individuo, teniendo todas
ellas el común denominador de favorecer o facilitar la consecución de la meta
importante que persigue dicho individuo.
Por último, también es importante considerar el contacto con otros individuos como una de las finalidades importantes en la elección de
una meta por parte de un individuo. Es, probablemente, una de las
manifestaciones más claras de la dimensión social del individuo, y que, como
han señalado Hollenbeck y Klein (1987), la elección de este tipo de metas
podría ser considerada como una muestra más de la relevancia que posee la
satisfacción de necesidades psicológicas.
En fin, cuando se analiza más minuciosamente la
teoría de las metas como motivos, es fácil descubrir cómo se ha producido ese
paso natural desde las clásicas argumentaciones basadas en el valor y la expectativa,
que, como indicamos en apartados anteriores, se caracterizan por
la argumentación motivacional basada en la reducción del impulso, hasta la
actual formulación que, al menos a nuestro juicio, sigue siendo una teoría
basada en el valor y la expectativa, aunque con otra terminología. Así,
se habla de la Teoría de la utilidad esperada, teniendo en cuenta, como
indica Deckers (2001), que en esa expresión se encuentran implícitas tres
variables: la expectativa del valor de la meta, la
expectativa de conseguir esa meta, y la expectativa del esfuerzo que hay que
invertir en la consecución de esa meta. Como se puede apreciar, dicha
formulación teórica se encuentra muy próxima a la teoría del valor y la
expectativa.
Por lo que respecta a la expectativa del valor
de la meta, los análisis que lleva a cabo ese individuo se basan en el
sistema de valores del mismo, en las influencias sociales, y en las
características materiales de la meta. Asumiendo que la meta posee utilidad
-valor- para ese individuo, la conducta motivada dirigida a la consecución de
la misma se fundamenta en los otros dos factores, esto es, la expectativa de
conseguir esa meta y la expectativa del esfuerzo que tiene que invertir en la
consecución de la misma.
Por lo que respecta a la expectativa de
conseguir esa meta, que es otra forma de referirse a la probabilidad
subjetiva de éxito, creemos que es necesario distinguir entre probabilidad
objetiva de éxito y probabilidad subjetiva de éxito. La probabilidad objetiva
se fundamenta en los datos conocidos -o teóricos- acerca de la ocurrencia de un
evento concreto relacionada con el número total de ocurrencias posibles. Por el
contrario, la probabilidad subjetiva se refiere a la creencia que posee un
individuo acerca de la ocurrencia de un evento. Hay que señalar, no obstante,
que en esa creencia puede estar influyendo también la experiencia que ese
individuo pueda haber adquirido anteriormente en esa misma situación, o en
situaciones similares. Por ejemplo, si, ante una determinada actividad para
conseguir una meta, un individuo estima subjetivamente una probabilidad de
éxito de 0,5, en función de los resultados obtenidos en dicha actividad, así
será la subsiguiente expectativa o probabilidad subjetiva de éxito, pudiendo
ésta variar en sentido ascendente o descendente. Se produce lo que Lewin,
Dembo, Festinger y Sears (1944) denominaban discrepancia con la meta,
que permite entender la motivación de un individuo en los sucesivos intentos de
conseguir esa meta. Cuando la discrepancia se incrementa con los intentos,
disminuye la probabilidad subjetiva de éxito, mientras que la disminución de la
discrepancia se acompaña por incrementos en la probabilidad subjetiva de éxito.
Uno de los ejemplos prototípicos de discrepancia con la meta lo constituyen los
individuos Tipo A, quienes, entre otras cosas, se caracterizan por poseer
elevadas expectativas de éxito, que generalmente no se corresponden con la
capacidad real de dichos individuos para conseguir las metas que se proponen
(Palmero, Codina y Rosel, 1993; Palmero y Breva, 1994). Sin embargo, hay que
señalar que no es necesario concluir la actividad o la tarea para detectar si
la conducta que se va realizando incrementa o disminuye la probabilidad
subjetiva de éxito; es decir, según se va desarrollando la actividad para
conseguir una meta, el individuo puede ir detectando si la actividad le acerca
a la meta o no. Esta idea del feedback de la bondad de la conducta ha sido
expresada gráficamente por Locke y Latham (1990).
En
función de este análisis o evaluación acerca de la adecuación de la conducta en
curso, el individuo la mantendrá o la modificará, intentando en todo caso,
siempre que sus posibilidades se lo permitan, buscar aquella actividad que
mejor le garantice la consecución de la meta.
La importancia de la probabilidad subjetiva es
doble. Por una parte, permite entender la conducta que el individuo manifiesta;
por otra parte, remarca la dimensión cognitiva que antecede a la decisión de
actuar, entendiendo que los análisis y evaluaciones que realiza un individuo se
fundamentan en la dificultad estimada de la tarea a realizar y en la percepción
de los recursos disponibles para emprender la tarea de conseguir esa meta[9].
En última instancia, la expresión de la probabilidad, tanto si se fundamenta en
datos objetivos y asépticos, cuanto si lo hace en las creencias del individuo,
oscilará entre cero y uno.
Por lo que respecta a la expectativa del esfuerzo a invertir para conseguir esa meta, también refleja la actividad cognitiva que lleva a cabo un individuo para establecer la energía, el número de respuestas y el tiempo que tendrá que dedicar a la empresa en cuestión. Son diversas las denominaciones que se han utilizado para referirse a un hecho intuitivamente claro: la Motivación y el esfuerzo se encuentran inversamente relacionados. Parece claro que, cuanto mayor es el esfuerzo a invertir en la consecución de una meta, menor es la motivación del individuo para intentar esa consecución. Así, es clásica la propuesta del principio del mínimo esfuerzo, por parte de Tolman (1932): “(dicho principio), que se utiliza en diversas ciencias bajo una gran variedad de denominaciones, cuando se aplica al estudio de la conducta, enfatiza que la elección final entre caminos alternativos se decantará en la dirección de aquella posibilidad que implica un consumo mínimo de energía física” (Tolman, 1932, p. 448). Es decir, en el caso de dos incentivos con un valor parecido, el individuo elegirá la consecución de aquel que implique un menor esfuerzo. También Hull (1943) se refirió a un principio parecido, aunque en términos de ley del trabajo mínimo: “Si dos o más secuencias de conducta, cada una de ellas implicando un diferente consumo de energía, han sido reforzadas el mismo número de veces, de forma gradual el organismo tiende a elegir la secuencia conductual menos laboriosa” (Hull, 1943, p. 294).
En última
instancia, es la combinación de los factores referidos, esto es, el valor de
incentivo de la meta, la expectativa de éxito y el esfuerzo a invertir, lo que
determina la ocurrencia o no de una determinada conducta motivada, y, en el
caso de que se decida emprender dicha conducta motivada, determina también la
forma en la que dicha conducta se llevará a cabo. Uno de los aspectos
interesantes de esta formulación teórica consiste en el destacado peso que
juegan los procesos cognitivos, tanto en el principio del proceso, en forma de
análisis y evaluación de la utilidad -valor- de la meta, de su dificultad, así
como de los recursos disponibles para intentar conseguirla, cuanto a lo largo
del mismo, con la evaluación continuada que permite verificar en qué medida la
conducta empleada permite al individuo aproximarse o no a la meta.
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